lunes, 19 de marzo de 2012

El hombre que nos visita

En los pasillos vaticanos se suele comentar que pocos meses antes de la muerte de Juan Pablo II, ocurrida en abril de 2005, el entonces Cardenal Joseph Ratzinger acudió con él para comunicarle que deseaba regresar a Alemania, su tierra natal. Ya mayor, con 77 años a cuestas, Ratzinger llevaba más de veinte años como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ya había cumplido la edad que el Código de Derecho Canónico establece para la jubilación de los obispos, y quería tener una retirada tranquila, en medio del estudio, la lectura y la oración. Juan Pablo II no le aceptó la renuncia y el resto de la historia ya la conocemos: en abril de 2005 Joseph Ratzinger fue electo Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, adoptando el nombre de Benedicto XVI.

Si algo ha caracterizado el pontificado de Benedicto XVI ha sido su empeño en dialogar con el mundo moderno y encontrar, en medio de la pluralidad y la diversidad, algunas certezas en común. Es célebre el debate que siendo todavía Cardenal sostuvo con el filósofo Jürgen Habermas en torno a los fundamentos morales del Estado. Ya como Papa ha ido a universidades y parlamentos a construir puentes y encontrar coincidencias. El Papa sabe bien que en el mundo de hoy la Iglesia compite con otras asociaciones planteando sus opiniones e ideas. Si éstas son racionales y razonables, conquistará corazones libres. Pero para ello, Benedicto XVI recuerda que el católico no debe renunciar a su propia singularidad, sino por el contrario tiene que fortalecerla y clarificarla. El diálogo nunca podrá ser pleno si se excluye a priori a quienes emiten opiniones inspiradas en alguna fe religiosa o si en nombre de la pluralidad se exige la renuncia a las convicciones propias.

Por eso el Papa ha sostenido que la religión tiene un papel relevante para la formación de virtudes civiles y que, por lo tanto, es una oportunidad y no una amenaza en un sistema democrático. La religión puede motivar a los ciudadanos individualistas a involucrarse en su comunidad para sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común.

En la reunión que sostuvo con parlamentarios británicos en Westminster en 2010, Benedicto XVI rechazó de plano la posibilidad de que la religión pueda proponer soluciones políticas concretas a
los problemas coyunturales a los que se enfrenta una sociedad, pero defendió vigorosamente su papel para ayudar a la razón a descubrir, sin sectarismos ni fundamentalismos, principios morales objetivos. Afirmó en aquella ocasión que "sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana". El siglo XX es un fiel testigo de cómo los sueños de la razón pueden producir monstruos, como bien decía Francisco de Goya.

En este mundo plural, Benedicto XVI no ha sido un restaurador ni ha caído en tentaciones confesionales. Por el contrario, ha defendido una laicidad positiva, abierta, dialogante. Una laicidad que una y no que excluya. Una laicidad que garantice la plena libertad religiosa, tanto en
lo público como en lo privado, y que por lo tanto es condición necesaria para disfrutar de una sociedad incluyente en la que todos puedan manifestarse para así lograr interrelaciones fecundas y enriquecedoras. Una laicidad que se opone a ese laicismo fanático que pretende expulsar cualquier referencia religiosa del espacio público y negar el ámbito de lo sagrado, como si no formara parte de la tradición cultural de la humanidad a lo largo de toda la historia. Una laicidad que pueda promover una nueva relación entre lo espiritual y lo temporal, garantizando así la libertad y la concordia entre los seres humanos, desterrando cualquier confusión entre el Estado y la Iglesia, por un lado, y cualquier vestigio de intolerancia hacia la religión, por otro.

Así es Benedicto XVI, el hombre que nos visita. Frente a su palabra, cada quien será libre de aceptarla, rechazarla o permanecer indiferente. En todo caso, vale la pena escucharlo.

lunes, 12 de marzo de 2012

Una dama de hierro

La segunda mitad del siglo XX fue pródiga en acontecimientos en el mundo entero y muy particularmente en el mundo occidental: guerras, ideologías, muros de concreto que dividieron naciones, avances tecnológicos, carrera espacial, gobiernos de muy diversos signos... pero fue también una época de liderazgos muy notables que de alguna manera
cambiaron el rumbo de las cosas. Uno de ellos fue, sin duda, el de Margaret Thatcher, recientemente llevada a la pantalla grande en The Iron Lady, espectacularmente protagonizada por Meryl Streep.

Thatcher fue primera ministra de Gran Bretaña entre 1979 y 1990, la primera y hasta ahora única mujer en ocupar ese cargo. Heredó
una situación política y económica verdaderamente complicada: el gobierno laborista había generado desempleo, crisis económicas y un aparato estatal ineficiente y
que brindaba pésimos servicios públicos. Para enfrentar esos problemas, Thatcher tuvo que tomar medidas drásticas, no exentas de polémica, pero que finalmente condujeron a una recuperación económica: recortes presupuestales, privatización de empresas públicas, disciplina fiscal...

Margaret Thatcher dotó de un especial dinamismo al viejo Partido Conservador, el cual volvió a defender sin complejos valores como la libertad individual, el mérito personal, la economía de mercado, la vida y la familia. Fustigó a todos aquellos que creían que un Estado interventor,
omnipresente y obeso era la solución a todos los problemas. Su proyecto ideológico no solamente incidió en el Partido Convervador, sino también en el Laborista, que se vio obligado a superar viejos dogmas y replantear sus postulados, muchos de los cuales fueron retomados por académicos como Anthony Giddens o políticos como Tony Blair.

La lucha de la Thatcher coincidió con la de otros personajes como Ronald Reagan o Helmut Kohl. Todos ellos lograron una gran victoria cultural al demostrar que cuando el Estado interviene de manera indiscriminada en la economía, suele producir más problemas que los que busca
solucionar. Hoy ya muy pocos ponen en duda que cuando las burocracias estatales crecen desmedidamente malgastan los recursos de la sociedad y suelen abusar de los poderes conferidos, fomentando redes clientelares y apoyos políticos obscenos, y que donde no hay competencia las sociedades se estancan y empobrecen. La rígida planificación económica ha mostrado su fracaso en el mundo entero y ha traído consigo, generalmente, la falta de libertad política. Los controles de precios ocasionan, irremediablemente, inflación y, con ella, menos
poder adquisitivo, crisis económicas y más pobreza.

Pero no solo fue económica la lucha de estos líderes, sino también política. En plena guerra fría, cuando Occidente vivía desmoralizado frente al avance soviético, hicieron frente al socialismo y
lograron, junto a otros grandes líderes como Juan Pablo II, Lech Walesa o Vaclav Havel que se desmoronara el muro de Berlín y con él las utopías totalitarias que sojuzgaron a buena parte de la humanidad en el siglo XX.

Margaret Thatcher, conocida como "La dama de hierro", jamás aceptó el chantaje de los sindicatos ni de los grupos terroristas. Mucho menos el de una nación extranjera como Argentina cuando invadió las Islas Malvinas. Frente a ellos no tuvo compasión ni piedad. Sus detractores incluso descalifican su crueldad para hacer frente a estos trances, lo cual generó no pocos problemas al interior de su propio gobierno. En todo caso, logró imponer el orden, si bien es cierto que a un costo alto, como las vidas inocentes que se perdieron en el conflicto bélico del atlántico sur.

Margaret Thatcher fue una mujer con una gran visión política. Su liderazgo, con sus aciertos y errores, ha trascendido los límites de su país y la convierte en un referente indispensable para entender los tiempos actuales.

lunes, 5 de marzo de 2012

¿Adiós a los pluris?

Es políticamente muy correcto criticar a los diputados plurinominales (o de representación proporcional). Se dice de ellos, básicamente, que no hicieron campaña, que no fueron electos por los ciudadanos sino por las cúpulas partidistas y que no le rinden cuentas a nadie. En medio del descontento generalizado hacia la clase política en México, muchos voltean hacia los pluris y creen que su eliminación es un imperativo urgente.

Sin embargo, quienes proponen la eliminación de los legisladores de representación proporcional difícilmente reparan en las consecuencias negativas que esto traería para la democracia mexicana. Analicemos algunas de ellas.

En primer lugar, la razón de ser de los diputados plurinominales, aquí y en cualquier parte del mundo, es garantizar una representación parlamentaria más acorde con las preferencias y la voluntad de los ciudadanos. Un sistema de pura mayoría relativa, es decir, de diputados electos en distritos uninominales, genera graves distorsiones en la composición de los parlamentos.

Veamos un par de ejemplos. En 2009, en el Distrito Federal, el PRD obtuvo una votación efectiva del 28.70% y ganó 30 diputaciones de mayoría (son 40 por este principio); el PAN tuvo el 22.10% y 9 diputaciones de mayoría; el PRI el 18% y ninguna mayoría; el PT el 11.5% y 1 mayoría; el PVEM el 10.15% y ninguna mayoría, al igual que Convergencia (2.6%), Nueva Alianza (4.2%) y PSD (2.6%). Es decir: si no hubiera diputados plurinominales el PRD tendría el 75% de las curules con únicamente un 28.7% de la votación. ¿Sería esto democrático? En el caso del PAN sí obtendría una representación proporcional a su votación pero no así en el caso del PRI, quien con un 18% no tendría ni un solo diputado. ¿Un sistema así, en una ciudad tan plural como el Distrito Federal, podría ser representativo y funcionar bien?

A nivel federal pasaría algo parecido pero con distintos partidos. Sin plurinominales, el PRI tendría el 62% de la representación parlamentaria con el 39.5% de la votación efectiva. El PAN, por su parte, tendría el 23% de los escaños en San Lázaro con el 30% de la votación.

Como se puede ver en estos dos ejemplos, los diputados de representación proporcional cumplen con esa función indispensable de dar voz de manera equilibrada a numerosos ciudadanos que votaron por un partido y que merecen ser representados y tomados en cuenta a la hora de elaborar las leyes y distribuir los recursos públicos, acorde con las preferencias expresadas en las urnas.

La democracia no es solamente un conjunto de mecanismos y procedimientos para repartir los cargos públicos y acceder al poder; también implica dar representación política e institucional a las diferentes expresiones y corrientes de pensamiento que existen en una sociedad. Precisamente la introducción en el sistema electoral mexicano de mecanismos de representación proporcional fue lo que permitió, a la larga, la paulatina democratización del régimen político autoritario posrevolucionario, al dar entrada al poder legislativo a diputados de oposición para quienes, dadas las condiciones de inequidad vigentes, era tarea titánica ganar un distrito de mayoría.

Por otro lado, es falso que los diputados plurinominales no tengan que hacer campaña, ya que, salvo los que vayan en los muy primeros lugares de la lista, su elección depende de la votación que a nivel global pueda obtener el partido. Dicho de otra forma: a mayor votación, mayor número de diputados de representación proporcional, en términos generales. Si analizamos la forma como se han asignado los diputados de representación proporcional en las últimas cuatro elecciones federales, veremos que existe una gran varianza. Así, por ejemplo, en la cuarta circunscripción el PRI se ha movido en un rango entre 5 y 13 pluris, el PAN entre 11 y 16 en la tercera, y el PRD entre 7 y 13 en la quinta. Es decir: después del lugar 5 de la lista, ningún pluri tiene asegurado su pase automático a la Cámara de Diputados en el caso de los tres partidos más grandes de México. En el caso de los partidos pequeños, prácticamente ningún candidato de representación proporcional tiene amarrada su posición. Por lo tanto, un candidato plurinominal tiene incentivos a apoyar a su partido durante la campaña para que le vaya bien en la elección.

Por último. Ha sido una regla no escrita que en las posiciones plurinominales los partidos incluyen a sus cuadros con mayor experiencia legislativa, aquellos que serán los coordinadores parlamentarios y los que marcarán la agenda en los diferentes temas. Los legisladores plurinominales suelen ser los que aportan mayor racionalidad global y no únicamente los que velan por los intereses particulares de sus distritos (ambas posiciones son necesarias y se complementan). Hay quienes sostienen que los partidos utilizan las listas plurinominales para garantizar la entrada de personajes indeseables que no ganarían una elección, pero lo cierto es que esto no es una regla general: dos de los diputados con peor prestigio, Gerardo Fernández Noroña y Mario di Constanzo, fueron electos en distritos de mayoría.

Por supuesto que urgen reformas que profesionalicen a nuestro poder legislativo y mejoren su calidad y representatividad. Pero eliminar los pluris sería, a todas luces, una solución simplista. Hay que entrar a fondo al tema. Es urgente permitir la reelección legislativa para que los ciudadanos tengan el derecho de juzgar a sus representantes y éstos, sean plurinominales o de mayoría, establezcan entre ellos relaciones de largo plazo que se traduzcan en mayores acuerdos y mejores leyes. Hay que reformar las leyes orgánicas de nuestros congresos y sus reglamentos internos para propiciar un trabajo más racional y organizado. Hay que replantear el funcionamiento de las comisiones. Hay que establecer un sistema civil de carrera legislativa para los asesores parlamentarios. Hay que transparentar al máximo los recursos y prerrogativas que reciben las bancadas. Son las anteriores algunas reformas necesarias para tener mejores legisladores, tanto a nivel federal como local. Pero suprimir sin más a los plurinominales, no va a resolver de fondo ninguno de los muchos problemas que viene arrastrando desde hace tiempo nuestro poder legislativo y en cambio sí puede crear muchos más.