domingo, 22 de abril de 2012

Cristiada y la verdad histórica

Muy poca gente sabe que hubo una época en nuestro país en la que las iglesias no tenían personalidad jurídica y no podían poseer ningún tipo de bienes; en la que estaban prohibidas las procesiones y los sacerdotes tenían que andar por la calle vestidos de civiles, sin poder siquiera portar su alzacuellos y en algunos estados como Tabasco eran obligados a casarse para poder oficiar; en la que el gobierno patrocinaba, con toda la fuerza del Estado y de sus huestes sindicales, una iglesia propia y subordinada, la autodenominada "Iglesia Católica Mexicana"; en la que los funcionarios públicos no podían asistir a actos religiosos; en la que los sacerdotes no tenían derecho al voto; en la que las corporaciones religiosas estaban impedidas para establecer o dirigir escuelas.

Todo lo anterior ocurrió en los años veinte del siglo pasado, cuando a Plutarco Elías Calles, presidente de México y "Jefe Máximo de la Revolución", además de fundador del PRI, se le ocurrió reglamentar los artículos antirreligiosos de la Constitución de 1917 y entre otras atrocidades mandó expulsar a los sacerdotes y obispos extranjeros y dinamitar el monumento a Cristo Rey del Cerro del Cubilete, generando con todo ello una aguerrida reacción del pueblo católico, principalmente de los estados del centro del país, lo que desató la llamada guerra cristera. Muchos de estos episodios son reflejados, de manera muy afortunada, por la película Cristiada, dirigida por Dean Wright y protagonizada, entre otros, por Andy García, Eva Longoria, Peter O'Toole, Eduardo Verástegui  y Rubén Blades, con una espectacular música de James Horner.

Más allá de los comentarios y opiniones que puedan vertirse sobre Cristiada (como toda realización humana habrá a quien le guste y a quien no, a mí en lo personal me fascinó) es importante conocer los pormenores de una época en la que los mexicanos vivieron sojuzgados por un régimen de verdadero terror del que muy poco dice la historia oficial.

Se calcula que la guerra cristera ocasionó la muerte de alrededor de un cuarto de millón de personas, además de sumir al país en una gran crisis económica y política, a tal grado que el historiador Luis González y González la ha considerado como "el mayor sacrificio humano colectivo en la historia de México". Terminó sin una victoria clara de ningún bando y generó un modus vivendi de mutua simulación entre la Iglesia y el Estado, en el que durante seis décadas permanecieron vigentes las leyes anticatólicas pero no fueron aplicadas.

Seguramente había variedad de motivaciones en los campesinos y rancheros del centro del país que se alzaron en armas contra la tiranía callista y a la que le propinaron dolorosas derrotas, a pesar de su precaria organización militar y su carencia de recursos materiales. Pero parece quedar claro que en la mayoría de ellos había un sincero deseo de defender su libertad religiosa, combatida por un Estado que excediéndose en sus funciones pretendía apoderarse de las conciencias de los mexicanos. Juan González Morfín, estudioso del conflicto, señala que, a diferencia de otras insurrecciones de la época, una vez pacificados los cristeros no se convirtieron en bandidos ni en salteadores de caminos y que todavía hoy en día prevalece un buen recuerdo de ellos en los pueblos en donde tuvieron presencia y en donde, en no pocos casos, dieron muestras de auténtico heroísmo.

La libertad religiosa por la que luchaban los cristeros no debe ser entendida como una graciosa concesión que el gobierno en turno otorgue a los ciudadanos, sino que es un derecho humano fundamental. Es el derecho a decidir si se quiere o no practicar una religión, la que sea, y la posibilidad de hacerlo tanto en lo público como en lo privado sin restricciones. Hace falta todavía avanzar en este tema en el sistema normativo mexicano.

Vale la pena ver Cristiada. Además de las muy buenas actuaciones de los protagonistas, la gran ambientación y la extraordinaria banda sonora, nos aproxima a una época desconocida de nuestra historia y que nos permite apreciar lo que vale la libertad.

domingo, 15 de abril de 2012

Las campañas negativas

Han comenzado a transmitirse diversos spots en radio y televisión en donde el Partido Acción
Nacional demuestra que muchos de los supuestos compromisos cumplidos por Enrique Peña Nieto cuando fue gobernador del Estado de México en realidad son mentiras que buscan crear una imagen de efectividad. Los priistas han reaccionado con ira, exigiendo a la autoridad electoral la retirada inmediata de dichos anuncios. Estamos siendo testigos, pues, del inicio formal de la propaganda negativa en este proceso electoral.

Las campañas negativas, o de contraste, no son algo nuevo en México. Fueron parte importante de las elecciones presidenciales tanto de 2000 como de 2006. En el resto de mundo democrático son utilizadas con bastante regularidad, basta ver las precampañas presidenciales en Estados Unidos.

¿Son efectivas y rentables las campañas negativas? A veces sí, a veces no. Si estas campañas están basadas en hechos reales, en evidencias empíricas y no en simples acusaciones sin sustento, y además están acompañadas de una adecuada estrategia de difusión y de mercadotecnia, por supuesto que son eficaces. Desmovilizan al votante blando del adversario y lo mandan a la indecisión. Aumentan la aversión al riesgo del indeciso respecto al candidato inculpado. Polarizan la elección entre el acusador y el acusado, generando un voto útil hacia alguno de los dos por parte de quienes pensaban votar por un tercero. Ahora bien, si la campaña negativa parte de supuestos falsos y está mal diseñada e implementada, lo más seguro es que se volverá en contra de quien la promueve, en algo parecido a un efecto bumerang.

Más allá de la eficacia o no de las campañas negativas, lo cierto es que proporcionan información muy valiosa al elector. Si los distintos candidatos no establecen contrastes claros entre ellos, ¿cómo podrán enterarse los votantes de la viabilidad o inviabilidad de las diferentes propuestas? ¿Cómo discernir entre los candidatos con un negro historial –recordado en campaña por sus adversarios— y aquellos que sí tienen una trayectoria respetable? Imaginemos por un momento a un elector que no tiene absolutamente ninguna información sobre los candidatos –bastantes más de los que creemos— y sólo escucha lo que éstos dicen de sí mismos, ¿a cuál van a elegir? ¿Acaso no presumirán todos de ser la mejor opción? ¿Acaso no presentarán cada uno de ellos la mejor imagen de sí mismos? Es la campaña de contraste la que procura información verdadera a los electores, quienes podrán analizar las partes buenas y las partes malas de los candidatos y con base en ello tomar una mejor decisión.

A través de las campañas de contraste es como se puede llevar a cabo de mejor manera la rendición de cuentas de los cargos públicos hacia los votantes, pues se analizan críticamente las trayectorias previas, los personajes o grupos que apoyan a los candidatos, las formas de pensar o el origen de los recursos utilizados en las campañas.

Sin campañas negativas o de contraste, no habría debates ni verdadera discusión democrática. Todo sería un intercambio de falsas promesas de muy difícil viabilidad. ¿Ganarían los electores con ello?

martes, 3 de abril de 2012

El PAN y sus elecciones

El momento de elegir a sus candidatos es tal vez el proceso más crítico que enfrenta un partido político con posibilidades de triunfo. Tiene que definir qué bien pretende tutelar: ¿la democracia interna, es decir, que los militantes puedan decidir? ¿la nominación de candidatos atractivos capaces de ganar la elección? ¿la elección de futuros buenos gobernantes y/o legisladores? ¿la postulación del candidato más preparado o con más méritos? Es prácticamente imposible que un mismo método privilegie simultáneamente todos los objetivos anteriores.

El Partido Acción Nacional en el Distrito Federal, y prácticamente en todo el país, se atrevió a llevar a cabo procesos democráticos para elegir a sus candidatos. Fue el único que lo hizo. PRI y PRD prefirieron designaciones directas y acuerdos cupulares, comenzando por su propio candidato presidencial. La decisión panista para los diferentes cargos de elección popular no estuvo exenta de dificultades e incluso de prácticas contrarias al espíritu democrático del partido: no se puede voltear hacia otro lado ante evidencias de acarreos, compras de votos y otras irregularidades que, por fortuna, fueron la excepción y no la regla. La Comisión Nacional de Elecciones hizo bien su trabajo y se consolidó como una instancia confiable e imparcial. La renuncia al partido de personajes que hace tan sólo tres años se beneficiaron de las nada democráticas designaciones y que ahora no fueron capaces de ganar una elección interna no
deja de ser meramente anecdótica, además de incongruente.

En general se puede decir que el partido sale bien librado de estos procesos, aunque con la enorme responsabilidad de replantearse varias cosas. Se tienen que revisar los mecanismos de afiliación y las responsabilidades que los militantes han de adquirir en la organización partidista. La afiliación inducida no puede seguir siendo la vía más fácil de controlar al partido.

Por otro lado, la decisión de efectuar elecciones abiertas a toda la ciudadanía para nominar candidatos, experimentada en varios lugares, ha resultado profundamente adversa y contraria al espíritu que la respaldaba. Pensar que muchos ciudadanos de buena fe se iban a interesar en quién era el candidato del PAN en un distrito de mayoría o en una delegación y que por lo tanto iban a ir a votar en su elección interna no deja de ser utópico. Con topes de campaña bajísimos (en el DF fueron de 30,000 pesos) era imposible hacer una correcta difusión entre la ciudadanía sobre los procesos abiertos del PAN. Más bien, la evidencia empírica en todos los partidos nos muestra que las elecciones abiertas incentivan los peores comportamientos posibles de los actores involucrados. Suele ocurrir en estos casos que los precandidatos buscan llevar a la urna a la mayor cantidad posible de personas que saben que van a votar por ellos, es decir, se incentiva al máximo el acarreo o los pactos con aquellas organizaciones corporativas que puedan movilizar el mayor número de ciudadanos a la elección interna. No gana, pues, ni el candidato mejor valorado por la ciudadanía ni el más popular, sino el que pudo movilizar a más personas, bajo la forma que haya sido, incluyendo, tristemente, la compra clientelar del voto. A consecuencia de ello, son raras las elecciones abiertas que no terminan en medio de descalificaciones y acusaciones graves. Aunado a lo anterior, siempre existirá el riesgo de que actores ajenos al partido participen con el ánimo de descarrilar el proceso. En Chihuahua, Javier Corral argumentó, precisamente, que el gobernador priista operó con todo para tratar de evitar que llegara al Senado de la República.

Las anteriores reflexiones deben hacerse con mayor profundidad para que Acción Nacional recupere la imagen de partido ordenado y democrático que siempre ha tenido ante la ciudadanía. Una indispensable reforma estatutaria después de la elección federal deberá replantear, a profundidad, los métodos internos del PAN. Este partido tiene la enorme responsabilidad de seguir siendo el gran instrumento de la sociedad para construir un país moderno y encaminado al bien común. No puede, no podemos, ser omisos ante ellos.