El 2 de julio de 2012 los priistas se
amanecieron con una realidad bastante menos venturosa que la que imaginaban el
día anterior: el triunfo de Enrique Peña
Nieto había sido por apenas cinco puntos y sin que trajera consigo una mayoría
legislativa en ambas cámaras. Si quería sacar adelante su agenda de gobierno,
el PRI estaba obligado a construir acuerdos y pactar con los demás partidos: el
suyo sería un gobierno dividido. Ante esta situación, trágica para ellos, los
asesores peñistas dedicaron cinco largos meses a construir una estrategia que
les garantizara gobernabilidad y evitara la parálisis. La idea resultante no
sonaba nada mal: hacer un gran acuerdo nacional con los dos partidos de oposición,
incorporando muchas de sus demandas históricas, a fin de diseñar juntos una
agenda que permitiera el desarrollo del país.
En el caso del PAN, tal acuerdo generó, como
era lógico, justificado escepticismo. Pero pudo más la responsabilidad y la
altura de miras, así como la fidelidad a la propia historia. El convencimiento
de que México no podía esperar más tiempo reformas que eran indispensables. La
cabal convicción de que no se podía pagar con la misma moneda, por el bien del
país, la mezquindad del obstruccionismo priista durante los doce años de
gobiernos panistas. Este gran pacto, además, incluía reformas que tanto Vicente
Fox como Felipe Calderón hicieron en su momento: era verdaderamente
esquizofrénico oponerse a ellas.
Hoy, más de cuatro meses después de la firma de
aquel pacto que prometía ser un hecho inédito en la historia del país, vemos
que el gobierno sacrificó lo más por lo menos y le ganó la tentación electoral
sobre el compromiso nacional. La civilidad política pasaba a un segundo plano
ante las catorce elecciones, una de ellas de gobernador, que habrán de llevarse
a cabo en julio. La lógica del carro completo terminó siendo más atractiva que
la de construir acuerdos, sacar adelante reformas y respetar la palabra.
Los escandalosos audios de Veracruz pero sobre
todo la inacción del gobierno federal frente a ellos (la frase "no te
preocupes, Rosario" ya promete ser un clásico de la desfachatez y el
cinismo) han puesto sobre las cuerdas un pacto al que el PAN acudió con una
buena voluntad que hoy algunos ya consideran ingenuidad ante las pillerías
demostradas de su interlocutor. Otra evidencia de ello es que el PRI-Gobierno
tampoco cumplió un compromiso que se estableció meridiano hace tan sólo unas
semanas: las reformas políticas y electorales irían antes que las económicas y
fiscales. A través de un chapucero albazo legislativo que incluyó el maltrato a
dos diputados panistas presidentes de las comisiones de Hacienda y Economía, el
PRI logró sacar adelante sendas reformas del IMSS y de la ley minera que, más
allá de su contenido de fondo, debieron transitar cuando se discutiera una
reforma fiscal integral.
Así las cosas, queda claro que para el gobierno
federal la prioridad es la operación electoral. Que con una mano saluda a los líderes
de la oposición y con la otra reparte recursos públicos a discreción para ganar
elecciones de forma opaca y fraudulenta. Queda claro que el pacto por México en
el que muchos llegamos a creer más parece una gran farsa para asegurarse una
mayoría legislativa que avale las reformas que unilateralmente se pretendan
hacer.
El PAN no debe prestarse a ese juego perverso. Hasta
que el PRI-Gobierno demuestre fehacientemente que su prioridad no es la
electoral y dé muestras reales, no simuladas, de cumplir su palabra, Acción
Nacional debe replantearse si vale la pena seguir sentado en esa mesa.