domingo, 21 de diciembre de 2014

Las lecciones de Ignatieff

Desde siempre han convivido en la historia del pensamiento las visiones utópicas de la política con aquellas cuyo pragmatismo raya en el cinismo. Lo mismo Platón que Maquiavelo son autores obligados. Son pocos, sin embargo, aquellos que han logrado conciliar con habilidad ambas perspectivas para tener una visión de la política más cercana a la realidad. Michael Ignatieff es uno de ellos. En su libro Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en la política, Ignatieff nos cuenta su propia historia: la de un intelectual canadiense muy respetado, catedrático en Harvard, que se mete a la política de forma un tanto abrupta y comienza a experimentar toda la adrenalina de esta actividad, con sus triunfos y sus derrotas, sus ilusiones y sus decepciones. Seis años muy intensos como parlamentario y líder de la oposición –a punto estuvo de ser primer ministro si hubiera prosperado una moción de censura— que culminan con una estrepitosa derrota electoral y un rosario de vivencias y enseñanzas. “Perseguí el fuego del poder y contemplé cómo la esperanza quedaba reducida a cenizas”, afirma resignado.

Más que un libro de memorias, Fuego y cenizas es un texto lleno de reflexiones. A partir de sucesos puntuales el autor medita sobre la naturaleza de la política. Por un lado, reconoce que no se debe participar en ella desde la candidez ni la inocencia pero, por otro lado, no pierde la esperanza de que a través de esta actividad las personas logremos definir lo que es común a todos. Lo dice Ignatieff desde el inicio del libro: el reto de la política democrática es no perder la fe en sus ideales, a pesar de la realidad.

Durante su período como líder de la oposición en Canadá, Michael Ignatieff fue víctima de una feroz campaña negativa que lanzó en su contra el partido gobernante, en la que se enfatizaba que estaba en la política sólo de paso y que gran parte de su vida la había pasado en Estados Unidos, completamente alejado de la realidad canadiense. El autor evoca este episodio con enorme pesar: reconoce que esa campaña fue tremendamente efectiva a la hora de presentarlo ante los ciudadanos como un académico frívolo que quería obtener, sin merecerlos, los beneficios del poder. Es aquí donde Ignatieff hace una reflexión sobre la civilidad que debe prevalecer en todas las democracias, a pesar de las diferencias. La civilidad, dice el autor, es el reconocimiento de que la lealtad de tu oponente es igual a la tuya, de igual modo que su buena fe es igual a la tuya. Si los adversarios se convierten en enemigos, si todo vale con tal de alcanzar el poder, esa democracia estará herida de muerte porque la política dejará de ser eso para convertirse en lo que está llamada a ser alternativa: una guerra.

Ignatieff  recurre a Max Weber para su reflexión final, acerca de la vocación del político. La política no es una profesión  más, sino un llamado; se tiene que ofrecer una razón convincente de por qué se entra en la política, una razón de fondo que evite sacrificar todo principio. Así, un auténtico político vive para la política, no de la política.


Gran texto el de Michael Ignatieff. Referencia casi obligada para todos los que participamos de esta actividad con todas sus traiciones y sus miserias, pero también sus ilusiones y esperanzas.