sábado, 27 de febrero de 2016

Libertad religiosa, laicidad y el Papa Francisco


Su Santidad Francisco ha sido el tercer Papa en venir a México. Su visita pastoral ha sido tan exitosa en términos populares como las de sus antecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI: calles, plazas, templos y estadios se llenaron para ver y escuchar al sucesor de Pedro. Será en el futuro cuando sabremos si sus mensajes fueron también semillas fecundas que dieron abundante fruto. Por lo pronto, su presencia nos invita a reflexionar sobre el siempre actual tema de la relación entre Iglesia y Estado.


Hoy pareciera existir un consenso bastante amplio en el mundo occidental en que el Estado debe ser laico, ya que sólo así se puede garantizar la plena libertad religiosa. Ahora bien, laico de ninguna manera significa antirreligioso ni ateo; supone la neutralidad en materia no solamente religiosa, sino también ideológica a fin de que las diversas creencias de todo tipo puedan competir por conquistar las voluntades libres de los ciudadanos en un marco de civilidad y respeto. Esa neutralidad no implica, empero, que el Estado, en tanto que organización política suprema de una sociedad, tenga que ser ajeno a la historia y las tradiciones culturales de ésta; es así como, por ejemplo, en Estados Unidos el Presidente jura el cargo sobre una Biblia, en Argentina el Presidente inicia su mandato con un Te Deum o en España el Rey presenta una ofrenda cada año al Apóstol Santiago. Sin hablar de que la gran mayoría de las constituciones democráticas incluyen en sus preámbulos algún tipo de invocación divina o de reconocimientos de sus raíces religiosas, sin que nadie se escandalice por ello.

Está claro que las religiones no plantean soluciones políticas concretas y específicas a los problemas coyunturales a los que se enfrenta una sociedad, pero sí juegan un papel fundamental para proponer principios morales objetivos y universales. En eso consiste precisamente la laicidad positiva: permitir o incluso promover el intercambio fructífero entre las diferentes cosmovisiones a fin de encontrar puntos en común que ayuden a una sociedad a desarrollarse más integralmente. Esa laicidad positiva busca garantizar la plena libertad religiosa, tanto en lo público como en lo privado, y se opone a ese laicismo intolerante que pretende erradicar cualquier referencia religiosa del espacio público y negar el ámbito de lo sagrado, como si éste no formara parte de la tradición cultural de la humanidad a lo largo de toda la historia.

Las religiones tienen una función relevante en la formación de virtudes cívicas y, por lo tanto, son una oportunidad y no una amenaza para un sistema democrático. No son pocas las ocasiones, en el mundo entero, en que la religión motiva a los ciudadanos individualistas a involucrarse en su comunidad para sacrificar algo de lo propio en aras de un interés común.

En este esfuerzo, el católico –al igual que el creyente de cualquier otra religión— no debe renunciar a su propia singularidad: sólo puede haber diálogo fecundo desde la claridad de las convicciones propias. Convicciones que se traducen en compromisos ineludibles: el Papa Francisco fustigó la corrupción, el narcotráfico, la violencia, la exclusión de los indígenas o la cultura del descarte, y abogó por la construcción de una civilización del amor en la cual la dignidad humana sea plenamente respetada y en la cual “no haya necesidad de emigrar para soñar; donde no haya necesidad de ser explotado para trabajar; donde no haya necesidad de hacer de la desesperación y la pobreza de muchos el oportunismo de unos pocos” (Ángelus en Ecatepec).

Durante más de un siglo, México vivió la paradoja de ser una de las naciones con mayor porcentaje de católicos (en algunos momentos cerca incluso del 100% de la población) y al mismo tiempo tener una de las legislaciones más laicistas y restrictivas de la libertad religiosa. Esto provocó una auténtica esquizofrenia social que condujo inexorablemente a la doble moral: los católicos tenían que esconderse para practicar su fe o participar en el espacio público, y las autoridades vivían en la más absurda simulación –como cuando el muy hegeliano López Portillo llevó al Papa Juan Pablo II a Los Pinos para que diera una Misa a su madre. Eso todo, por fortuna, se ha ido terminando. Que el Papa Francisco haya asistido a Palacio Nacional es una muestra de normalidad democrática, lo mismo que el Presidente o cualquier servidor público haya comulgado durante una Misa. Otra cosa es que hubiera funcionarios con un largo historial de comportamientos públicos poco edificantes y no precisamente muy cristianos casi peleándose por aparecer en la foto con el Papa Francisco. Eso ya quedará en la conciencia de cada quien.